Cuenta el fabulista, que “un hombre acababa de jubilarse después de 40 años, trabajando como reportero y director de un periódico. Telefoneó a la Junta Local de Educación, y tras explicar sus antecedentes periodísticos, dijo que le gustaría participar en la campaña de alfabetización que habían organizado. Se produjo una larga pausa y al fin, desde el otro lado del hilo telefónico le dijeron: “Es una estupenda idea. Pero dígame: ¿desea usted enseñar o aprender?”. El hombre debió quedar perplejo, pues se preguntaba cómo a él, persona conocida en la Ciudad, con 40 años de trabajo cualificado, en el que se necesitaba una elevada formación intelectual, le preguntaban si deseaba aprender. Este hombre desde su lógica, una buena lógica, pensó que él podría aportar mucho más que recibir. Posiblemente hubiese sido así, pero él debió tener en cuenta que la mayor y mejor escuela es la vida, y que muchas de las personas que hoy denominamos funcionalmente analfabetas, tienen una riqueza interior digna de alabanza ya que están curtidas por todos los reveses que puede darles este mundo; son filósofos hechos a sí mismos. Es la riqueza de la vivencia diaria, de la reflexión, de la observación y de la contemplación, lo que les permite “crecer en sabiduría” como a aquel ángel, que contemplaba el momento de la creación del mundo. Mientras otros ángeles le preguntaban a Dios sobre el por qué (un filósofo), el cómo (un científico) y para qué (un economista), creaba el mundo, este cuarto ángel sólo aplaudía, era un místico consagrado por la humildad. Muchas veces somos demasiado prepotentes ante los demás, creyendo dominar una materia y nuestra petulante sabiduría se nos chafa, cuando la persona ante la que estamos, aquella que nosotros creemos aleccionar sobre algo, abre la boca; entonces descubrimos nuestra propia pobreza personal. Sólo el sabio escucha más que habla, y es humildemente consciente de su ignorancia, porque ante todo lo que sabe, es capaz de reconocer con modestia, cuánto le falta por comprender ante la inmensidad e infinitud del mundo. Y el asunto no es no más ni menos que la disposición a aprender de la vida ante la vida. Ya Paulo Freire lo intuyó, cuando desplegó el sistema de educación en Brasil (hoy extendido a todo el mundo), para personas adultas, partiendo de las propias realidades existenciales del día a día en las que sus conciudadanos estaban inmersos. La humildad no es más que la aceptación de nuestras limitaciones ante la tremenda complejidad existencial de la vida, en la que apenas somos un insignificante grano de arena en la inmensidad de un desierto. Pero la modestia, no puede reflejarse si personalmente, no tenemos la disposición interior que nos permita ser humildes con nosotros mismos, y eso sólo puede hacerse desde una introspección, una decidida voluntad personal que nos haga ver las limitaciones, incluso las suciedades de nuestro interior. Muchas veces, adoptamos actitudes descaradamente insanas, cuando sólo estamos pendientes de los errores o desaciertos del que nos habla, ante todo si es en público. Esto denota nuestra propia pobreza de mente, pues estamos regocijándonos de las posibles meteduras de pata o desaciertos del otro. Siempre he tenido presente la ignorancia o la idiotez de quien se ríe de otra persona, porque el ser humano es proclive a criticar, reírse o despreciar algo que desconoce o no entiende. Para mí, las personas que así actúan demuestran su vacío interior y su poca catadura moral, porque entre otras cosas, les falta el valor de hablar y sobre todo el de hablar en público, escribir para el público, etc., Porque para hacerlo hay que ser valiente y estar dispuesto a las críticas, a analizar y revisar, cambiando o matizando lo que se ha dicho si es necesario, y reconocer el error si se ha cometido. Sobre todo, quien habla, quien escribe con humildad, debe tener seguridad personal y de unas ganas inmensas de compartir los pensamientos, en un mundo donde somos un muro para los demás, lobos también para los demás. En mi trabajo como docente, en el que enseñé una materia a mis alumnos, tengo la suerte de ser una persona abierta y ávida de aprender, porque más de una vez, ellos me han dado auténticas lecciones de vida.
Sobre el autor
Juan Parrilla Canales
Ingeniero Técnico de Minas. Pintor, profesor de dibujo, del Instituto Huarte de San Juan y profesor de música en la especialidad de guitarra clásica por los Conservatorios de Córdoba y Linares. Escribe artículos de opinión desde 1999. Miembro de la Asociación Provincial de Jaén y de Andalucía de Ayuda al Pueblo Saharaui. De profundas convicciones humanistas, es amante de la poesía mística de San Juan de la Cruz, de la obra de Teresa de Jesús y de los miembros de la Generación del 27 entre otros.
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