Hace tiempo, mucho tiempo, leí a Michael Ende una de las obras más geniales que haya escrito. Esta obra, “Momo”, iba dirigida a niños mayores y jóvenes adolescentes con una clara intencionalidad: además de solaz, de esparcimiento, lograr que la gente menuda comenzara a interrogarse de una forma divertida, sobre una serie de cuestiones como el valor del tiempo, el desarrollo de la personalidad, el fortalecimiento de la voluntad y el ejercicio de la solidaridad, como elementos indispensables en la vida de una persona, sobre todo de quienes aún están en la línea de salida de su formación humana. No se si Ende, en los años siguientes a la publicación de esta obra, fue consciente de que también esta obra, habrá servido a muchos adultos, como a mí me sirvió en aquel momento.
Este libro produjo en mí algunos “parones” en mi caminar por la vida, y muchos de mis planteamientos y actitudes que como adulto ya tenía, salieron enormemente enriquecidos y otros modificados tras profundas reflexiones.
Momo era una niña, que como cualquier otra, había establecido una relación de amistad con gente de su edad y algunos algo más mayores. En el devenir de sus peripecias con sus amigos, tuvo lo que en un principio fue todo un mal encuentro: “los hombres grises”.
Estos hombres, vestidos todo de gris, con cara gris, ojos grises y sombrero gris, fumaban puros grises con auténtica fruición, con auténtico desespero.
Pero nadie sabía que los puros estaban hechos del tiempo y la voluntad robados a los humanos, que eran engañados con falsos ofrecimientos de felicidad. Momo y sus amigos, Gigi y Beppo, eran los siguientes elegidos para el engaño.
Estos hombres, tenían que estar fumando constantemente, pues el humo gris era a ellos, lo que el oxígeno del aire es a un ser vivo, de manera que cuando no tenían puros que fumar, morían irremediablemente.
Todo ello, puesto en clave de actualidad, en nuestro mundo real de hoy, no es más que una copia literal de una manera de ser, de estar, que muchas personas viven y sin saberlo, sufren.
Andamos todo el día estresados con las múltiples actividades que desarrollamos. Se nos va el tiempo y no sabemos cómo. Planeamos proyectos para nuestras vacaciones que luego no realizamos. Cuando nos paramos con alguien conocido en la calle, el inicio de la rápida conversación es: “estoy muy liado, esto no es forma de vivir, tengo que ir dejando cosas”.
Luego algo intranscendente, dicho rápidamente porque tenemos prisa, para concluir con la despedida que es siempre la misma: “a ver si nos vemos”.
Conscientes que lo decimos por decir, porque no hay intención, o no es posible buscar un hueco y compartir un agradable rato con quien hemos visto, aunque en el fondo nos gustaría.
Pero lo grave de todo esto, es que ese exceso de actividad, en muchas ocasiones nos vuelve asociales y además con una extraña y añadida paradoja: vivimos al mismo tiempo, el efecto pendular del agobio por todo lo que nos falta por hacer y el ocio más absurdo, desembocando en una “caída” en el sofá, perdiendo toda la tarde sin hacer nada.
No tenemos tiempo para los demás y lo que es peor, tampoco lo tenemos para nosotros y lo triste es que no somos conscientes de que si no nos enriquecemos personalmente, poco o quizá nada podamos ofrecer al otro, a los otros, cayendo de esta manera en una soledad absoluta, llegando en muchos momentos a estar tan solos, que habremos conseguido ser unos auténticos desconocidos hasta con quien más creemos conocer: nuestro propio yo.
Corremos el peligro de no poder cuantificar y distribuir nuestro tiempo, por falta de pararlo y realizar un análisis de nuestro existir, jerarquizando ideas, valores; recreándonos en nuestros sentimientos, en nuestros afectos, analizando aquello que en lo material y lo espiritual nos define.
Vamos perdiendo gradual y peligrosamente la capacidad de contemplar. La sensación ante una flor, un paisaje, una puesta de sol, la ternura de un bebé, la belleza interior y exterior de otro ser humano y sobre todo lo que engloba a lo anterior, esto es, la propia vida.
Nuestra voluntad, en la mayoría de las veces queda anulada, por la dificultad de ir saltando las barreras que la vida pone ante nosotros y que sólo en el ejercicio de ese salto contínuo y constante se van superando. Y si hemos abandonado el reto, si nos hemos abandonado a nosotros mismos, difícilmente podremos ser útiles a los demás, difícilmente podremos ser solidarios.
No seamos “hombres grises”, no fumemos nuestro tiempo ni quememos nuestra voluntad. Comencemos a vivir. Merece la pena.